domingo, 22 de febrero de 2009

Mal sueño

Entró corriendo en el baño, golpeándose contra el marco de la puerta, tropezó contra el radiador y el toallero, abrió apresuradamente el grifo del lavabo, e introdujo las manos en el chorro de agua fría, frotándolas compulsivamente. Pero la sangre ya estaba seca. Levantó la vista y pudo observar su rostro en el espejo, repleto de histeria por la imagen que acababa de contemplar. Su cabeza daba vueltas, o eso le parecía, tantas que tuvo que introducirla en el retrete, y vomitó. Todo era líquido, la noche había sido larga y el alcohol no había faltado en ningún momento. Cuando logró incorporarse agarró el pequeño taburete verde y se sentó, no sin tambalearse unos instantes. Recordó que había visto ese taburete en el catálogo de Ikea, y un esbozo de sonrisa atravesó su cara. No por el recuerdo en sí, sino por sorprenderse a sí mismo recordando tal nimiedad, mientras que el cadáver de ella estaba allí, en la habitación, enredado entre las sábanas, y la sangre lo cubría todo, desde el colchón desnudo hasta las paredes, pasando por la hoja del cuchillo él mismo había lanzado al despertar y encontrarlo en su mano.

Tenía veintisiete años, ella rondaría los cuarenta, y se habían conocido hacía unos meses en la inauguración de la exposición, la primera en la que mostraba al mundo su trabajo como pintor. Ella apareció radiante, desde el primer momento él no le quitó la vista de encima, preguntándose que hacía una mujer tan hermosa y sofisticada, a la que no conocía, allí, contemplando su obra. Incluso sintió vergüenza, una vergüenza casi infantil, al mirar las paredes y ver expuesta su obra a los ojos de aquella dama. Cuando la directora de la galería les presentó, descubrió que era la esposa de un coleccionista y que, puesto que él se encontraba de viaje, había enviado a su preciosa mujer a comprobar si lo que sus referencias apuntaban como una joven promesa eran ciertas. Al final de la tarde, ella adquirió dos cuadros, y a la semana fue a recogerlos al taller, una vez concluida la muestra. No hicieron falta las palabras, al abrir la puerta se miraron, se besaron, se desnudaron mutuamente e hicieron el amor entre los lienzos sin concluir y las paletas, y los botes con pinceles en agua.

Los meses siguientes habían estado repletos de citas furtivas, al amparo de las ausencias del marido. Eran veladas intensas donde, de nuevo, las palabras hacían la presencia justa, en medio del sexo, el alcohol, la coca y alguna pastilla, en un ejercicio de pasión desaforada, de necesidad de devorarse el uno al otro. Incluso él la había pintado en una ocasión, en un desnudo que estaba convencido que nunca vería la luz, ni sería visto más que por él mismo.

La noche había comenzado así, como todas las anteriores. Cita en el hall del hotel, ella recogió las llaves, él subió cinco minutos después para no despertar sospechas. Al llegar, el champán estaba servido en dos copas, junto a una bandeja con dos rayas de polvo, y ella sólo vestida con el conjunto de lencería roja con liguero que estrenaba para la ocasión. En algún momento ella comentó que los polvos eran de su marido, mercancía de calidad, algo que acababa en “de ángel”, polvo de ángel, quizá. Se lo había dejado olvidado su marido en una americana, y al ir a la tintorería para dejarla a limpiar los había encontrado. No los echaría de menos, dijo. Sentado en el taburete, recordó que habían hecho el amor, dos veces, sin parar, que habían bebido y esnifado, y recordó cómo había caído rendido, sudando y jadeando, y se había quedado dormido.

Y al despertar, descubrió la terrible y dantesca escena. No podía recordar nada más. Ni siquiera una vaga imagen, nada. Pensó, siguió pensando, tanto como los nervios y el pánico le dejaron pensar. Recordó haber visto en televisión, hacía unas semanas, dos, un sábado por la noche, un capítulo de esa serie, CSI, donde unos chicos bajo el efecto de alguna sustancia habían asesinado a una amiga, pero no eran capaces de recordarlo. Su cabeza seguía dando vueltas. Asoció ese recuerdo al recuerdo del comienzo de la noche, del champán, del polvo, del sexo, y miró el reloj, y vio que era sábado. Se levantó del taburete, caminó hacia la cómoda, cogió el cuchillo, lo acercó a su muñeca, apretó, e hizo un corte limpio.

El coleccionista atravesó el hall del hotel, se dirigió al aparcamiento, sacó las llaves del bolsillo de la americana, la misma que su mujer había llevado a la tintorería, abrió la puerta, subió al coche, arrancó, no sin antes quitarse los guantes de látex, miró su reloj, vio que era sábado, y comprobó que aún llegaba a tiempo para ver comenzar el capítulo de CSI esa noche.

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